8 de diciembre de 2020

Strip-Poker.

Y allí me había quedado yo, con las cartas sobre la mesa y un vaso de whisky on the rocks. Esperando un cambio en el juego, que él pidiera perdón, diciendo que perderme no era una opción. Que barajaran de nuevo las cartas, que él arqueara levemente su ceja izquierda, intentando ocultar la sonrisa ganadora detrás su cara de póker. Pero no, se acabó. Se levantó, y desapareció en las sombras, para no regresar. Y como todo lo bueno, no puede perdurar en el tiempo. Así que en esta mesa sólo he quedado yo, suspirando e intentando ahogar mis penas en el alcohol, y en la adrenalina de las apuestas, el azar, y cualquier otro exceso en el que pueda derivar. Pero entonces recuerdo que eso es lo divertido, porque donde termina uno, empieza otro juego, y a la mesa se sientan nuevos apostadores. Y un par de ojos negros como las noches en las que no parece dormir, aparecen furtivos frente a mí. Su expresión no evidencia su juego, pero sí sus no tan nobles intenciones, dedicando una mirada hambrienta a mi vestido negro y al cigarrillo que me llevo a los labios. El dealer le sonríe, como si lo conociera de hace mucho, aunque esta sea la primera vez que se sienta en esta mesa. No olvidaría esa mirada penetrante ni aunque muriera y naciera de vuelta, no tengo dudas de eso. Las cartas vuelan por la mesa, y las cuento una a una caer sobre la tela verde, mientras él no aparta la vista. Escondo mi frustración tras el vaso de whisky, porque la mano es bastante mala, pero el misterioso extraño es lo que realmente me importa. Solo basta esa sonrisa torcida que esboza, un trago a su cerveza y un mínimo gesto de su parte para que yo comprenda que, después de esta mano, gane o pierda, el juego termina en su cuarto. Y eso, al fin y al cabo, es salir ganando.

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